John O´Connor / The New York Times
En 1898, el año antes de que naciera Ernest Hemingway, sus padres compraron un terreno frente al lago Walloon, en el norte de Michigan y en la periferia de Petoskey, una ciudad costera y turística. La familia, recién desembarcada de un lujoso buque a vapor, buscaban abandonar la rutina suburbana de Oak Park, Illinois, para disfrutar de los deleites estacionales de la región lacustre. Por U$S 400, pronto tuvieron una cabaña de 6 por 12 metros, construida de madera, a la que le faltaban casi todos los servicios pero tenía paz y tranquilidad. No era la vida del pionero -habían llevado con ellos a una sirvienta-, pero los bosques circundantes estaban poblados por indígenas ojibwes, osos negros, leñadores y contrabandistas. Lo más crucial para “Ernie”, quien al final metería todas estas cosas en su ficción, era que la pesca era extraordinaria.
“Absolutamente, la mejor pesca de trucha del país. Sin exagerar”, le escribió después sobre la zona a un amigo, quizá exagerando un poco pero tocando una verdad esencial del verano en las zonas alejadas de Michigan: “es un lugar grandioso para descansar y nadar y pescar cuando quieres. Y el mejor lugar del mundo para no hacer nada. Es una región hermosa … Y nadie sabe de ella, salvo nosotros”.
Según todos los testigos, el norte de Michigan tuvo un efecto sísmico en Hemingway y en su obra futura. Pasó sus primeros 21 veranos ahí, pescando, cazando, bebiendo y persiguiendo chicas. Era un sitio donde los hombres llevaban una vida dura y difícil, usaban aparejos para la pesca artesanal y consideraban que el agua de sentina (residuos generados en las operaciones normales en buques) era una bebida. “Buen material para ensayos”, escribió en la entrada de un diario en 1916, donde registró los detalles de un viaje de pesca, el mismo que posteriormente, canalizó a las historias de Nick Adams. “Pareja de ancianos en el Boardman”, escribió haciendo referencia a un río. “Mancelona-niña indígena, Bear Creek… leñador que habla duro, joven indígena, él se mata y a la chica”, fue otro texto.
Es una extraña yuxtaposición pensar en Hemingway, años después, bebiendo café exprés en los cafés de París, mientras escribía sobre Nick Adams, un sustituto semiautobiográfico de sus propias andanzas por las tierras inexploradas de Michigan. Por ejemplo, en la famosa historia “El gran río de los dos corazones” se lee: “Al sostener la caña de pescar muy lejos, hacia el árbol, arrancado de raíz, y chapotear hacia atrás en la corriente (...) Nick batallaba con la trucha, sumergiendo la caña que se doblaba viva, alejándose del peligro de las yerbas, hacia río abierto”.
Muchas de esas más o menos 25 historias sobre Adams -incluidas piezas extraordinarias, como “El fin de algo” y “El último buen país que queda”-, así como las primeras novelas que le publicaron, como “Torrentes de primavera”, están ubicadas en Petoskey y sus alrededores. Y Michigan aparece una y otra vez en obras posteriores, como “Las nieves del Kilimanjaro” y “París era una fiesta”, por mencionar algunas.
A pesar de haber crecido a tres horas al sur de Petoskey y haber pescado en muchas de las aguas locales, tal como lo hizo Hemingway, no pude recordar haber puesto alguna vez un pie en esa ciudad. Hoy vivo en el Este y raras veces encuentro el camino de regreso a mi lugar de origen.
Así es que en junio, finalmente, logré llegar a Michigan, decidido a rastrear la órbita de la infancia de Hemingway y ver la región donde Nick Adams alcanzó la mayoría de edad.
Al manejar a lo largo de la costa oriental del lago Michigan hasta Glen Arbor, corté hasta la ciudad de Traverse, luego di vuelta al norte, traqueteando por terrenos agrícolas en terrazas llenas de polen y por ciudades costeras llenas de yates, dulcerías, faros y extensas dunas con aspecto de azúcar que se deslizaban hasta el agua. En Petoskey, ubicada en un peñasco que da a la bahía Little Traverse, una briza cálida se extendía hacia el lago y giraba y derrapaba por las calles.
Petoskey es un tipo de lugar en el que, al menos en el verano, todos parecen usar camisetas sin mangas y comer helado. El conteo de la población permanente de 6.000 habitantes, es el mismo que el que había en la época de Hemingway y, en cierto sentido, ha cambiado poco. Incluso, el escritor se hospedó en mi hotel, el Stafford’s Perry, una noche en 1919. Hay una fotografía de esa época de un Hemingway adolescente, con pipa de mazorca en la boca, sosteniendo tres truchas de buen tamaño. La tomaron justo después de que regresó de Italia, donde había resultado herido en la Primera Guerra Mundial, y se capturó el momento catastrófico en la literatura estadounidense. No se puede decir del todo a partir de su sonrisa bobalicona, pero se estaba recuperando, nutriendo un tipo distinto de herida, que pronto encontraría su expresión en su ficción.
Por la mañana, manejé hasta el lago Walloon, a 16 kilómetros al sur. Parecía que habían bombeado el agua de color cerúleo puro desde las Bermudas. Me quité los zapatos y me metí. El sitio clasificó bajo entre los lugares para pescar que tenía Hemingway, ya que caía dentro de la jurisdicción de su madre; ambos sostuvieron una relación irritante durante la mayor parte de sus vidas. El prefería la bahía Horton en el cercano lago Charlevoix y arroyos de truchas como los de los ríos Black, Pigeon y Sturgeon (llegó tarde a su primera boda en Horton porque estaba muy buena la pesca en Sturgeon).
Es probable que el río al que la gente más asocia con Hemingway sea el Two-Hearted en la Península Superior de Michigan, gracias a un texto. Arquetipo del minimalismo, la historia presenta a Adams como luchador veterano con el trauma de la guerra, cuando pescaba truchas. Es duro entenderlo ahora, pero en 1925 estas líneas entrecortadas eran el equivalente literario a una pelea con navajas: “Había sido un viaje duro. El estaba muy cansado. Estaba hecho. Había armado su campamento. Se había acomodado. Nada podía tocarlo”, escribió. Claro que ningún verdadero pescador cedería su sitio tan fácilmente. Excepto por la trucha plateada de arroyo, la pesca en el Two-Hearted nunca ha sido grandiosa. A Hemingway le gustaba el nombre por su resonancia metafórica.
Me mantuve alejado de la cabaña Hemingway, llamada Windemere, que aun pertenece a la familia vía uno de sus sobrinos, Ernie Mainland y no está abierta al público. Hay cierta confusión, ya que, a veces, Mainland sale del baño y encuentra a extraños viendo sus cosas convencidos de que descubrieron un museo no registrado.
“La gente ha sacado terrones del jardín”, comentó Michael R. Federspiel, un profesor de historia en la Universidad Central de Michigan. “Literalmente, es tierra sagrada”, remarcó. “Mucha gente no reconocería al Hemingway de estos lares -dijo-; se conoce al borracho, al que se casó cuatro veces, el tipo tosco que fue al final de su vida. El que tuvimos aquí era un joven considerado y atento”, concluyó.